RUTINA
- Huevos Cordobeses

- 12 dic 2023
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Como era de suponerse, la rutina de todos los días me cubría tras el terrible ruido de la campana que mi madre tocaba alrededor de las seis de la mañana. Todo el mundo se levantaba y, dispuestos a cumplir sus cometidos del día, organizaban los deberes correspondientes de mi familia, por cierto muy numerosa.
Después de una supuesta organización, todos nos sentábamos a comer en el comedor de cedro que mi padre había
construido junto conmigo. Las sillas las había comprado en el pueblo, dándose por vencido que nunca podría hacer una.
El estilo barroco daba una apariencia de mal gusto. En cuanto a mi madre, servía la comida en unos enormes tazones hechos de barro. Nos decía que comer en esas vasijas era una tradición familiar y que no se debía despreciar el regalo del tío Juan. Ya que todos estábamos sentados a la mesa, mi padre bendecía los alimentos con oraciones interminables.
Después mi padre se encaminaba al trabajo, dándole un beso hipócrita a mi madre. Mis hermanos y yo íbamos a la
escuela y mi madre se quedaba a realizar los trabajos domésticos.
En la escuela, mis amigos y yo jugábamos, corríamos, éramos castigados y así todos los días. Yo no sabía que ese día era diferente. Presentía que algo iba a cambiar.
Saliendo de la escuela, mis hermanos y yo caminábamos a la casa. Tocamos la puerta y mi madre ya nos esperaba
con la ropa de trabajo. Ella sólo ordenaba, nosotros obedecíamos. Nos cambiamos de ropa y nos pusimos a trabajar. El sol se ocultaba. Nosotros suspendimos el trabajo y elaboramos las
tareas del colegio. Anocheció y mi padre regresó del trabajo, quejándose. Mi madre lo consolaba. Dormimos.
Cuando abrí los ojos eran ya las 10 de la mañana. Me asusté. Pensé que me había dormido. Sabía que me esperaba una golpiza de mi madre por levantarme excesivamente tarde. Cuando bajé comencé a escuchar ruidos. Parecía una fiesta..
Allí estaba mi familia bailando, gozando, rompiendo todo. Me asombré. ¿Qué pasa aquí?, pregunté. Nadie me contestó. Parecían poseídos por Satán. Me espanté, pero pronto me pasó el susto al escuchar un grito de mi hermano: ¡somos ricos!. Me sentí feliz y me uní a la fiesta. Tomé esas patéticas vasijas de barro y las azoté contra el suelo. Las sillas me llevarían mucho esfuerzo, por eso no las destruí.
Ese día no comimos ni trabajamos. Salimos de la terrible rutina. Ya se comenzaban a escuchar propuestas para
una nueva vida. Unos querían ir a Europa, otros a China, otros querían mudarse a la ciudad. Mi padre apoyaba esa idea y por eso nos mudamos. Ni siquiera empacamos: con 100 millones de libras no había necesidad.
Y así pasó el tiempo. Nuestra vida había cambiado por completo. Comenzamos a mezclarnos con gente de elevado rango social, a andar a caballo, hacer amigos aristócratas, comer bien, viajar por el mundo. Mi padre compró un palacio en
Francia, que tenía 300 habitaciones, un salón de recepción, biblioteca, salón de fiestas, pasillos adornados y muchos otros lujos. Mi habitación era una de las más grandes. Tenía una enorme puerta de caoba, con muchas figuras de la mitología griega. La chapa era de oro, mi cama era gigante, podía extenderme y quizá revolcarme y la sábana tenía un suave aroma. La lámpara era de cristal cortado, con brillantes colgando, la chimenea despedía olor a perfume.
El piso brillaba impecable como piedra preciosa. Enormes cuadros pintados a mano por personajes célebres, con marcos de madera y adornos de oro blanco. Los ventanales, de madera blanca, daban un toque femenino, pero me era indiferente. Las cortinas de seda, con hermosos dibujos de ángeles. Todo era perfecto.
Mi padre jugaba todo el día al póker o golf, mientras mi madre jugaba criquet con sus amigas. Los días pasaron y me fui acostumbrando. Los meses pasaba rápido, pero para mí eran sólo horas. tanto no más juegos, fiestas, diversiones, etc.
Para mi mala suerte ese día hubo fiesta. Era domingo. Toda la servidumbre se va a sus casas y mi familia a la fiesta. Me he quedado solo, encerrado, acostado, sufriendo. No podía conciliar el sueño. En mi época no había diversiones como ahora. Los jóvenes no tenían discotecas, computadoras, teléfono, internet, videojuegos. Miraba el cielo. Cuando bajé la mirada vi una silueta que se desplazaba a gran velocidad por el enorme patio. De un tirón me levanté de la cama y corrí hacia la ventana. Asomando media cara comencé a exaltarme, me sentí débil, corrí a la puerta para asegurarme que estuviera bien cerrada. Al hacerlo, escuché ruidos en el palacio. El chasquido metálico de la cerradura de oro de mi cuarto se abrió. Me quedé pasmado. Pensé en el baño, pero sería demasiado ingenuo esconderme allí.
Cuando la puerta se abrió, salté por la ventana y caí en el balcón del otro nivel... ¿Misa? Fue lo que me pregunté cuando oí campanas. Penetré a un cuarto donde nunca había entrado y resbalé. El sujeto estaba atrás de mí. No le vi la cara pero en una mano tenía un revólver y en la otra una campana. Entonces comprendí de donde venía el sonido. Casi me atrapa, pero yo era más veloz. Sentí morir. Corrí por el pasillo tirando todos los obstáculos. El sujeto tocaba la campana mientras me perseguía, tirando plomazos por todo el pasillo. No lograba tocarme. Aún no comprendía por qué me quería matar. De momento tropecé, caí por la escalera. El ruido era cada vez más intenso...
De un brinco salté de la cama y lo primero que vi fue la cara de mi mamá, con sus cabellos alborotados y con la campana en la mano. Vi mi entorno muy diferente. No pude hablar al momento. Estaba agitado y me dijo con su voz neurótica:
-Ya son las 6:10.
ADÁN DÍAZ CÁRCAMO




